Me he tomado un ratito para traducir al castellano la elocución que pronuncié (1) al terminar mi última clase. Se trata de una despedida a mis alumnos, con los que siempre sostuve una relación muy particular y entrañable. A pesar de todas las malas jugadas (por decirlo suavemente) con las que mis "queridos colegas" me "obsequiaron" durante los últimos años de mi carrera (calumnias, difamaciones, insultos, etc., que estuve varias veces a punto de llevar delante los tribunales), los alumnos siempre me sostuvieron muy activa y calurosamente y puede decirse que fue únicamente por ellos y gracias a ellos que aguanté lo que aguanté. 

Les aseguro que, a pesar de esta "comunión" con el alumnado, no me esperaba en absoluto su reacción. Fue uno de los momentos, os lo juro, más intensos y más emocionantes de toda mi vida. Con lágrimas,  más o menos contenidas, por ambas partes de la tarima, asistí a un espectáculo que me puso la piel de gallina: unos aplausos sinceros (no de aquellos aplausos de cortesía que a menudo prodigamos al término de una conferencia en un congreso, por mala que haya sido, - ¡y las hay!-) sino una "standing ovation" de una intensidad, fuerza, volumen y, sobre todo, duración (no menguaban en absoluto. Duró minutos). Y les pido perdón por esta falta flagrante de modestia. Pero fue sencillamente increíble y el solo hecho de evocarlo me provoca aún un escalofrío  ¿Recuerdan ustedes la famosa escena de la película "El circulo de los poetas desaparecidos", en que los alumnos, en homenaje y apoyo a su profesor (Robin Williams) injustamente sancionado, se suben a los pupitres? Pues imagínense la escena en un anfiteatro, durante interminables minutos, a las narices del profesor (uno de mis "queridos colegas") que acababa de entrar para dar su clase... 

Y luego vinieron los regalos, flores, postales con sus firmas así como un maravilloso discurso de los delegados. La emoción fue tan fuerte que tardé horas en volver a mi estado normal.

La verdad es que nunca, nunca, lo olvidaré.

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(1) Y debo confesar que algunos trozos de este texto son casi plagiados de un capítulo del último libro de mi querido maestro, Ramón Bayés : El psicólogo que buscaba la serenidad.

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